Eran las 3,45 cuando la tripulación ya estaba en pie con la intención de soltar los amarres y poner rumbo a nuestro siguiente destino.
Un pequeño escalofrío recorrió mi cuerpo cuando oí saltar al agua al cocinero para soltar el ancla que había quedado enganchada a unas cuerdas impidiendo su izado. No hacía excesivo frío pero acomodado en mi pequeño rinconcito en cubierta, al abrigo que me proporcionaba la pequeña manta con la que me cubría, la situación me resultaba al menos, desagradable. No me gustaría estar en el pellejo de nuestro compañero de viaje, empeñado en deshacer en el agua, el enmarañado embrollo que se había liado con el ancla.
Pero finalmente lo consiguió.